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LA CHULE

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La Chule venía por primera vez a la casa de Lucero y aprovechó su corta estadía en Lima, para a jugar toda la tarde vóleibol. Terminaron sucias y sudorosas, así que decidieron bañarse juntas y seguir conversando de sus secretos en la tina.   -¿Has escuchado esa canción en francés recontra calentona? -No ¿Cuál? -Una donde gimen diciendo “Monamur” -Nooo… ¡Qué arrecha! -He traído un casete con la canción grabada, pero la tienes que escuchar con audífonos. La Chule se levantó chorreando de agua y jabón, caminó hasta su mochila y sacó de ella un walkman. De puntillas temblorosa regresó a la tina, se metió en el agua y se puso los audífonos hasta encontrar la canción que buscaba. Hace unos meses atrás, las adolescentes se conocieron en Guadalupe, al norte del Perú. La Chule vivía a dos casas de la chacra de los tíos de Lucero. En febrero de 1988, sus tíos apadrinaron la fiesta de carnavales del pueblo. En medio del talco de las “matacholas” y la témpera aguada en sus pieles, las dos adolesce

MILEIDY

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-¡Tráeme el ají! -¿Cuál señora? -respondió Mileidy desde la cocina.   -El que pica duro pues hijita. Doña Justina como buena arequipeña, tenía la costumbre de echar ají a todas sus comidas de una forma poco saludable, según palabras de su propio oncólogo y de buena parte de sus amigos octogenarios. Mileidy cerró la refrigeradora y buscó entre las especias un frasco reciclado de Ajinomoto, que llevaba una etiqueta con el nombre "Ají seco" escrito a mano. Este ají especial lo preparaba juntando y secando al sol, una buena cantidad de venas y semillas de ají amarillo. Luego de recolectarlas, las metía al horno durante 20 minutos y finalmente las procesaba hasta que quedaban hechas un polvillo tan picante, que debía espolvorearlo con moderación en sus platos. Doña Justina era la típica anciana con manías y costumbres caprichosas, cuyo comportamiento hacía que todas sus empleadas domésticas, le duraran un máximo de 6 meses trabajando en su casa.   -¡Carajo! ¿Cuántas veces te he di

El Factor J

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  -¿Dónde están Pinky y Carmincha conchesumare? ¡Pa’ sacarles su mierda! Gritaba tambaleante el poblador y sus diablos azules. Era agosto del 2002 y hacía unos días atrás, este mismo hombre probablemente con menos alcohol, pero con más adrenalina en su cuerpo, fue uno de los cientos de personas que nos arrojaron piedras y palos, para evitar que nuestra camioneta avance por el camino, mientras intentábamos huir de Joncopampa en plena negrura de la noche. Pinky llegaba al metro sesenta con sus Skechers de doble suela, y andaba siempre de buzo y canguro. Allí guardaba su estuche, para intercambiar sus lentes de gruesa medida de día, por los de noche, y también guardaba allí toda la caja chica del rodaje, en sobres de dinero, que sabiamente distribuía entre todas las necesidades de producción de la película “Paloma de papel”. Un par de años antes, egresamos de la misma facultad, pero nunca fuimos amigas en esa época. En el 2001 anticipándose a la moda Tiktoker, Pinky llevaba mechas de colo

The look

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Decidí cortarme el pelo chiquitito en marzo del 2012. Luisito Botón fue el artista plástico que transformó por primera vez mi cabello seco y esponjoso, en un corte de Halle Berry con 2 gotitas de Sarita Colonia. Religiosamente durante los siguientes meses, sacaba cita en su estudio y lo perseguí como groupie por varias peluquerías donde lo contrataban. Era el único que cortaba “en seco”, podías ver en tiempo real cómo quedaría tu cabello al levantarte. Eran épocas sin redes sociales, y ubicarlo era un trabajo de inteligencia. Hasta que le perdí el rastro, y mi cabello tuvo que ser manoseado por otros peluqueros. Así llegué a las manos de Leonardo y cada dos meses iba hasta su salón en el Callao para que me corte y tiña las canas de treinteañera. Su cumpleaños era el mismo día que el mío, así que en diciembre chismeábamos sobre los planes de nuestra celebración.  Hasta que un día me vi al espejo y vi mi corte de cacatúa muy similar al de una señora de 74 años de cabellos rojizos sentada

Fue ayer y no me acuerdo

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-Tengo algo que contarte… ¿Podemos vernos en la cafetería? -Claro, ¿le aviso a Ceci? -No, no… solo tú y yo. Desde que terminamos la academia Carlos, Ceci y yo éramos un trío inseparable. Carlos era un atractivo chibolo de 18 años, de metro ochenta, cabello frondoso y ondulado, cuyo mayor defecto era llevar zapatos de vestir con jeans. Había postulado 3 veces a la Católica pero decidió por Administración en la de Lima, luego de haber ingresado en aquel verano de 1993. A Ceci la conocí un año atrás, en la academia Javier Prado (que quedaba en la avenida Arequipa). En los dos ciclos que llevamos juntas, nos hicimos yuntas. Ceci era pequeña y menuda, siempre en impecables blusas de chaliz con jeans de correas trenzadas. Yo en cambio, era de peso y medida oficial, siempre en shorts de colores fosforescentes y polos de algodón sueltos. Todas las tardes lateábamos 20 cuadras junto a Carlos, hasta llegar al bypass del cine Orrantia. Allí cada quien se separaba para direcciones extremas de Lima

La promo del 56

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—Javier Leopoldo Vásquez Orellana —¡Presente!  — gritaron todos. —Romulito “El Loco” Velarde Arias —¡Presente!  — gritaron todos. Fernando pasó la hoja de papel que sostenía en sus manos y continuó declamando. —Carolina Villavicencio Pacheco La voz aguda de una diminuta señora de saco rosado, se escuchó del lado derecho del salón, diciendo “Presente”. Ramona, en su función de secretaria y sentada al lado de Fernando, le puso un check a su nombre, y continuaron leyendo la lista de la promoción 1956. El espigado Fernando Schroeder era de los pocos que lucía su cabello completamente cano y con una profunda entrada que develaba una frente protegida con bloqueador. Al igual que todos sus compañeros, esa mañana llevaba puesto el chaleco guinda que los identificaba como una de las promociones “master” más numerosas del desfile. Pero además lucía unos discretos lentes foto sensibles de montura de oro, regalados por sus hijas en su cumpleaños número 75; una correa L