MILEIDY

-¡Tráeme el ají!

-¿Cuál señora? -respondió Mileidy desde la cocina. 

-El que pica duro pues hijita.


Doña Justina como buena arequipeña, tenía la costumbre de echar ají a todas sus comidas de una forma poco saludable, según palabras de su propio oncólogo y de buena parte de sus amigos octogenarios.


Mileidy cerró la refrigeradora y buscó entre las especias un frasco reciclado de Ajinomoto, que llevaba una etiqueta con el nombre "Ají seco" escrito a mano.


Este ají especial lo preparaba juntando y secando al sol, una buena cantidad de venas y semillas de ají amarillo. Luego de recolectarlas, las metía al horno durante 20 minutos y finalmente las procesaba hasta que quedaban hechas un polvillo tan picante, que debía espolvorearlo con moderación en sus platos.


Doña Justina era la típica anciana con manías y costumbres caprichosas, cuyo comportamiento hacía que todas sus empleadas domésticas, le duraran un máximo de 6 meses trabajando en su casa. 


-¡Carajo! ¿Cuántas veces te he dicho que no botes las cáscaras de huevo? Es calcio puro para mis plantitas.

-Perdón señora.


-Te han agarrado de cojuda hijita... esas nueces no pesan medio kilo. Anda al mercado y dile al casero que te devuelva la plata o llamas a la policía.

-Ya señora.


Desde que la contrataron, Mileidy sabía que la señora Justina necesitaba no solo una empleada doméstica cama adentro, sino también una asistente personal, que la llevara con el andador a todos lados: a la parroquia para escuchar la misa, al cajero del banco para sacar el dinero de su pensión y a la ducha cada dos días. Ambas tenían incluso el mismo modelo de chancletas de baño, solo que en colores distintos: fucsias para ella y turquesas para su jefa.


Aprendió a ser jardinera, fisioterapeuta y cosmetóloga. Cada mes y medio se encargaba de teñir el cabello de doña Justina, cortando las bolsas del supermercado por la mitad, y usándolas de capa y posterior gorro. Con ellas cubría su cabello por 45 minutos hasta llegar a la tonalidad 6.34: rubio oscuro dorado cobrizo. 


Recolectaba las hojas de llantén del jardín, las lavaba con cuidado y frescas como estaban, las colocaba sobre los tobillos hinchados de su jefa, envolviéndolos con una venda. A la mañana siguiente retiraba las hojas secas, e increíblemente la hinchazón de su piel había bajado.


Aprendió también a cortar las pencas de sábila, a dejarlas escurrir por la noche y a sacar el aloe que llevaban dentro. Luego ese líquido gomoso lo colocaba en cubetas para hielo, y diariamente sacaba un par de cubos de la congeladora para frotar las piernas y rodillas de la señora Justina, dejándoselas no solo desinflamadas sino también muy suaves al tacto. 


"Oye mamá... mi viejo estaría feliz de tocártelas..." Echadas en su cama, las hijas de Doña Justina, siempre le hacían bromas, cada que iban a visitarla.


En el 2017 Mileidy Torrealba, una ingeniera de sistemas de 38 años, viajó por casi 75 horas de Caracas a Lima. Trabajó como “jaladora” en Gamarra, como repartidora de volantes en peajes y hasta de muñeco en fiestas infantiles. Era la primera vez que el colchón de su cuarto no estaba en el suelo.


Entraba a trabajar todos los días a las 6:30 am para preparar la avena y el jugo de papaya con tamarindo de la señora Justina. Entraba a su cuarto llevándole el desayuno y salía botando los orines acumulados del bacín.


A las diez de la mañana le pasaba el masajeador eléctrico por todo el cuerpo. De una a tres de la tarde almorzaban juntas y veían alguna novela de Telemundo.


Las tareas para lo que restaba de la tarde eran un albur, pues dependiendo del humor de su jefa, podía estar zurciendo alguna prenda con huecos o limándole los callos de sus pies.


Una tarde de junio, Mileidy recibe la llamada del padre de sus hijas, quien había conseguido un empleo estable en Chile y suficientes ahorros para intentar reconstruir su familia, trayendo de Venezuela a sus hijas y a ella desde Perú.


En la Terminal de buses, la emoción era grande. Dayana de 7 y Angelymar de 11 años estaban buscando entre la multitud a su madre, la mujer rubia de abrigo a cuadros, de la que se despidieron hace casi cuatro años en Venezuela.


Grande fue su sorpresa cuando se les acercó, una mujer de cabello rubio oscuro dorado cobrizo y de piel muy suave al tacto, quien sollozando las llenó de besos, abrazos y les dijo con un imperceptible acento neutral:

-¡Mis chibolas! ¡Las he extrañado un huevo, conchesumare!





Comentarios

Entradas populares de este blog

MI AMOR EL GUACHIMÁN

El Factor J

Nos estamos quedando solos... vieja