El Barral





En el 2017 fui la hija escogida de acompañar a Doña Ramona a su tierra natal, para que pueda participar del clásico desfile del colegio Rázuri, donde ella cursó la secundaria hace 61 años. Me gané un viaje con todo incluido de 3D/2N a San Pedro de Lloc, ciudad capital de la provincia de Pacasmayo, departamento de La Libertad.

El viaje incluía, boletos de avión Lima - Chiclayo - Lima y los buses de conexión Chiclayo – Pacasmayo – San Pedro. También incluía hospedaje en “El Barral”, antigua casona de propiedad de su familia, donde Doña Ramona pasó toda su niñez, y que luego de varios años, quedó en manos de su hermana mayor Juanita. El Barral era un chacra con varias hectáreas de arroz, cercado por árboles de guabas y mamey. Una acequia cruzaba por en medio del Barral y dividía estratégicamente la cocina, del corral del gallinas y pavas. Entre 1970 y 1989 la acequia sirvió de piscina, a toda la camada de primos y primas que nadábamos entre camarones, sangre del pescuezo de aves, residuos orgánicos del ganado y uno que otro pez bolsa.

Llegamos por la tarde en una mototaxi que nos dejó frente a una puerta angosta de color celeste. Doña Ramona sacó de su monedero una llave plateada que tenía un esparadrapo pegado en ella y un llavero de Tumi.
-Toma, abre.
-Pero vieja… ¿No hay nadie dentro?
-Apúrate, que me orino.

Al igual que mi papá, tengo una tara con las cerraduras. Jorgito nunca sabía para dónde girar "Burro me pongo carajo ¿abrir siempre es a la derecha?". Mientras maniobraba torpemente la chapa, un niño de unos 7 años, con corte militar, vestido únicamente con pantalón de buzo, me abre la cerradura por dentro.

-Hola… ¿está tu mami? –le dije avergonzada mientras veía del fondo aparecer a Norma, una mujer en sus cuarentas, que sonriente vino hacia nosotras y nos ayudó con las maletas.

Yo ayudé a mi mamá a bajar el pequeño escalón que nos separaba de la vereda. Empecé a reconocer el lugar. Estábamos en la sala de TV que colindaba con el cuarto de huéspedes, y que estratégicamente era el primer cuarto de la derecha. Allí nos esperaban dos camas con resortes de fierro de plaza y media, recién tendidas con cubrecamas tan delgados, como las almohadas y cojines que llevaban en la cabecera.

Cuando doña Ramona salió del baño, fuimos al comedor.
-Estuve esperando que lleguen. Mandé a mi hija a la panadería para que ayude a su papá- nos dijo Norma. Ella trabajaba con su esposo en la panadería “La Lagartija”, y dejaba a sus dos hijos en el Barral desde las 4 hasta las 7 de la mañana y luego desde las 3 hasta las 7 de la noche, que regresaba con su esposo a descansar. El pequeño Junior se quedaba en casa siendo cuidado por su hermana mayor.



-Me parece verte un poco más gordita –le dijo mi mamá.
-¿Sí, no? Deben ser las preocupaciones señora- le respondió Norma mientras se sentaba junto a ella y terminaba de hacerse un moño detrás de su cabeza poniéndole una coqueta red tejida a crochet.

Las tres sentadas en el comedor, nos pusimos a pelar los tamarindos, que compró mi mamá en el terminal terrestre, mientras de fondo sonaban las risas de Junior mirando entretenido un capítulo repetido de Dragon Ball.

Yo por mi lado, con los dedos melosos y las uñas marrones, miraba abstraída la ventana que nos separaba del enorme zaguán, recordando las celebraciones ochenteras que la familia solía hacer allí. Vi a mi tía Juanita, sentadita, con su vestido turquesa y las medias de nylon que ahorcaban sus corvas. Ella movía su cabeza y sonriendo, mostraba sus molares cubiertos de oro, mientras aplaudía al ritmo de la marinera, todos los quecos que hacían mis primos, quienes bailaban descalzos frente a ella. Mis sobrinos pequeños, haciendo carreras con sus buggies entre las cajas de cervezas. Doña Ramona y Jorgito echándose un baile acaramelado cachete con cachete. Los perros de la chacra lamiendo el plato de arroz con pato, que dejó algún pariente dormido en la silla. Hoy el acceso estaba bloqueado con tablones y algunos costales de algo que parecía ser aserrín.

-¿Puedo ir a la acequia? –le dijo a Norma, mi niña de 10 años que revivió aquel matrimonio de mi prima Vicky en 1986.
-Uy no señorita, hace meses que está bloqueado el acceso. Vino Defensa Civil a clausurar la acequia y el señor Renzo mandó a bloquear el portón.

Luego de los desbordes por las lluvias durante el último Niño Costero, el Barral estuvo a punto de derrumbarse. La acequia se desbordó trayendo piedras y barro. Las aguas llegaron a más de 1m de alto. Parte del techo del zaguán cayó y ahora el camino hacia la cocina era interrumpido por dos columnas tembleques de tablones que sostenían el techo de adobes y ladrillos pasteleros.

-Más bien, traten de bañarse antes de las ocho –continuó- que tenemos agua solo hasta esa hora, y vuelve mañana a eso de las seis.

Norma y su familia quedaron al cuidado del Barral desde que los hijos de mi tía Juanita se mudaron por completo del lugar. Ya solo quedaban, los recuerdos de la respetada doña Juanita que vivió allí, con su esposo Don Julio, sus hijos Renzo, Vicky, Tete y Paola, sus 5 nietos, 2 entenados, el capataz y la cocinera (padres de Norma). Una familia tan numerosa, como los cuyes y conejos que criaban en el pequeño cuarto del fondo, que ahora se convirtió en el único baño, con ducha y agua caliente hasta las 8 de la noche.

Esa primera noche, envuelta en mi toalla, cegada por el vaho del agua caliente, sentí claramente el olor de alfalfa fresca mezclado con esas pelotitas que botaban a los conejos, y que mis primos nos aventaban, escondidos detrás de la puerta. Limpié el espejo con mi antebrazo húmedo y vi a mi niña de 10 años reflejada en él.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Nos estamos quedando solos... vieja

MI AMOR EL GUACHIMÁN

STRONG IS THE NEW SEXY