La historia de una cicatriz


Esta historia transcurre en setiembre de 1985, cuando me percaté que tenía un atractivo mentón partido, que tenía un hoyuelo encantador en el cachete izquierdo y que aún era lampiña. En ese entonces, tener el mentón partido parecía ser un símbolo de belleza, pues veía que varios galanes de telenovelas tenían esa marca registrada.


Los amigos de mis papás, las tías que veía en cada misa familiar y los compañeros del trabajo de mi hermana mayor, todos decían que se me veía “tan linda”, aunque no entendía muy bien por qué alababan tanto mi carita de niño-niña de ese entonces. 

Tenía 9 años y pasaba por la edad del “patito feo”. Llevaba el pelo muy cortito. Mis cabellos eran azabaches y gruesos, como las cerdas del cepillo con el que lustraba mis zapatos del colegio. Ni el viento podía desordenarlo.

Para los juegos florales del colegio, pidieron ese sábado, ir a toda mi sección de color amarillo y así  alentar a nuestros equipos. 

Rebuscando en mi cómoda, encontré una cafarena de licra color amarillo patito. Me la puse con mis shorts blancos de educación física y unas medias encarrujadas que me llegaban hasta las tibias. De lejos mis piernas se veían ligeramente bronceadas, pero de cerca se notaban las pantys color tabaco que le robé a mi mami.

Llevaba dos perlitas de oro puro en las orejas. Me puse una vincha con aplicaciones de encaje amarillo, que encontré en el cajón de mi hermana (probablemente fue un portaligas deshermanado).

Mis zapatillas eran unas Reebook blancas con pega pega en los tobillos. Me tomé 10 minutos más poniéndoles los pasadores amarillos que compré, junto con dos pompones flacos de rafia, en el bazar de la esquina.

Completé mi outfit con un reloj de pulsera amarillo de Los Cariñositos, señalando con sus brazos las horas y los minutos.


Durante los 3 segundos en los que me vi en el espejo, era en definitiva un ¡VA!
Cogí la bicicleta, mi llave y salí sin despertar a mis hermanos.

Estaba ahí, parada en la fila de las niñas, ordenadas según la altura. Sonreía tanto que estuve a punto de hacer el hoyuelo que me faltaba en el cachete derecho.

Gladys Yarlequé, la chica más popular del 6to C, escogería a las niñas del cuarto grado que irían con ella, a la primera fila de la tribuna para la foto oficial de nuestra barra.

-A ver… eeehhh… tú…, tú…, tú
Cogió del brazo a la chica que estaba a dos delante mío, le sonrió y le dijo:
Y tú
Miró a las 5 últimas de la fila, nos sonrió y nos mandó a la parte más alta de la tribuna.

Me acerqué a ella, pensando que no me había visto. Le enseñé mis pompones, mi reloj amarillo, mi vincha, le dije que me sabía todas las canciones de las barras, que tenía bonita voz, que esto, que el otro… No la convencí
-Pero atrás necesitamos gente como tú para gritar fuerte… ¡Vamos sube!

Me fui corriendo a los camerinos para mojarme la cara, porque sentía que me estaba ahogando en mis lágrimas. Me metí a un baño desocupado y en la puerta de madera, escribí con la punta de mi llave: “¡FEA!”

Cogí mi bicicleta y salí lo más rápido que pude del colegio.

Al llegar a mi casa, mis ojos seguían hinchados. Me tumbé en mi cama a seguir llorando. Mi hermana me escuchó y entró a destaparme de la colcha que me cubría. Cogió mi cabeza de casco y la rascó suavemente.

-¿Qué te pasa cholita?
-¡Que soy fea! ¡Muy fea!- le dije entre ahogos y algunos mocos.
Ella me cogió del brazo y puso mi mano debajo de mi mentón.
- ¿Sientes esta cicatriz?
Mis dedos reconocieron unos surcos debajo de mi barbilla partida, y asentí con puchero.
- Tú no te acuerdas, pero cuando tenías 4 años, y yo te estaba cuidando, te me caíste de las escaleras de cemento. Te quebraste el mentón y te hiciste esa cicatriz que sientes ahí.
Mi respiración se fue calmando. Patty continuó.
-Gracias a mí tienes esa barbilla de galán de cine. Ya quisieran todas esas chibolas tener este mentón partido- Me dijo empujando mi hendidura con su índice.
- No eres fea, zonza. Solo eres huachafa.


“El que de amarillo se viste, en su belleza confía”

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